Mateo Garfield



  • Mateo Garfield nació en Los Santos, en uno de esos barrios olvidados por el gobierno donde las patrullas pasan más a reventar cabezas que a ayudar, y donde crecer es casi una sentencia a vivir de la calle. Su infancia fue dura: su padre era un fantasma que iba y venía metido en movidas turbias, y su madre estaba demasiado perdida en su propia mierda como para preocuparse de él. Creció prácticamente solo, aprendiendo desde pequeño a moverse en la jungla de cemento y a sobrevivir sin que nadie le tendiera la mano.

    A los 10 años ya estaba metido en líos. Robaba en tiendas de barrio, corría con chavales mayores y pintaba sus primeras firmas en muros de edificios viejos. El graffiti se convirtió en su manera de decir: “estoy aquí, existo, este sitio es mío”. Lo que para otros era un simple dibujo en la pared, para él era identidad, respeto y territorio. Su tag empezó a aparecer por todos lados, y en poco tiempo se ganó fama de chaval descarado que no respetaba nada ni a nadie.

    Durante la adolescencia su vida se fue torciendo aún más. Con 13 años ya había probado la marihuana, con 15 se metía pastillas en fiestas clandestinas y a los 16 estaba esnifando coca como si fuese parte de la rutina. No lo hacía solo por placer: para Mateo, drogarse era una manera de aguantar las noches interminables, de olvidar la mierda de casa y de sentirse parte de algo más grande que él mismo. Esa relación con las drogas se fue volviendo cada vez más peligrosa, hasta el punto de perder el control en más de una ocasión.

    A nivel callejero, empezó como el típico chico de los recados en una pandilla local, llevando mensajes o vigilando esquinas mientras los mayores hacían negocio. Pero Mateo no se conformaba con estar en segundo plano. Tenía hambre de nombre, de respeto, y lo buscaba en cada pelea, en cada muro pintado y en cada noche en la que salía a buscar problemas. Su carácter fuerte y su energía incontrolable lo llevaron a meterse de lleno en la vida criminal. Robos improvisados en licorerías, peleas a navaja con chavales de otros barrios y trapicheos pequeños de droga fueron moldeando su camino.

    Los graffitis siguieron siendo parte esencial de su vida. No solo eran dibujos: eran marcas de guerra. Cada firma en territorio ajeno era una declaración de guerra contra pandillas rivales. Mateo pintaba no por diversión, sino como un acto de desafío. Eso le trajo respeto en su grupo, pero también enemigos que juraron verlo caer. En más de una ocasión lo emboscaron por sus pintadas, y aunque salió con cicatrices, esas batallas solo lo endurecieron más.

    Las drogas, sin embargo, eran un arma de doble filo. Había noches en que estaba tan colocado que se volvía impredecible, capaz de reírse en medio de una paliza o de lanzarse contra alguien armado sin pensar en las consecuencias. Sus colegas lo veían como alguien peligroso, pero también como un loco fiel, un perro de la calle que jamás dejaría tirado a los suyos. La lealtad era lo único sagrado para Mateo: para él, la pandilla era la única familia real que tenía.

    Con el tiempo, su nombre empezó a pesar más en el barrio. La policía lo tenía fichado por vandalismo, disturbios y consumo, pero siempre encontraba la forma de escapar o de cargarle el muerto a otro. Esa habilidad para sobrevivir, mezclada con su estilo de vida descontrolado, lo convirtieron en alguien reconocido en el mundo callejero. No era un líder, pero sí un soldado valioso, alguien que nunca decía que no cuando había que ensuciarse las manos.

    Hoy, Mateo Garfield sigue siendo el mismo chico de barrio que salió de la nada, pero con un historial que habla por él. Pandillero marcado por los excesos, graffitero que usa el spray como arma y drogadicto que vive al filo del abismo. Para él, no hay mañana: solo existe el presente, la calle, la pandilla y la adrenalina. Su código es claro: respeto para los que respetan, guerra para los que se atreven a faltarle. Su vida es un mural inacabado, manchado de pintura, sangre y polvo blanco, que cuenta la historia de alguien que nunca quiso ser invisible.


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