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Valentina tenía 20 años cuando dejó Buenos Aires. Vivía en Lanús, entre colectivos, ruido y promesas rotas. Su madre era costurera, su padre, un mecanico reconocido en esta misma ciudad. Desde chica había aprendido a hacerse sola, con los dientes apretados y los sueños bien escondidos.
Quería más. No sabía exactamente qué, pero algo distinto. Su tío la ayudó a conseguir papeles y un vuelo a Los Ángeles. “Allá podés empezar de nuevo”, le dijo. No sabía que, a veces, empezar de nuevo significaba ensuciarte más las manos.
Consiguió trabajo en un taller mecánico en el sur de L.A. llamado Top Secret. No era un lugar cualquiera. Tenía fama entre corredores ilegales, tipos con autos que rugían como bestias y dinero que entraba sin preguntas.
Valentina no sabía nada de motores al principio, pero aprendía rápido. En seis meses, ya desmontaba piezas, cambiaba escapes y hasta ayudaba con autos “calientes”. El dueño, Un Asiatico apodado Chino, le veía potencial. Pero más allá de las herramientas, ella observaba… y esperaba.
Una noche, mientras cerraban el taller, llegaron dos autos negros, bajos, con las luces apagadas. Se bajaron cinco personas. Todos tatuados, duros, con una energía pesada. Valentina supo enseguida quiénes eran: The Móstoles. Una pandilla con raíces en el tráfico de autopartes, carreras callejeras y movimientos más grandes, más peligrosos.
Uno de ellos, la miró distinto. No como a una mecánica más, sino como a alguien que podría servir.
Esa misma semana, Valentina empezó a pasar información desde dentro: autos que llegaban robados, contactos de corredores, rutas para evitar a la policía. Era buena. Precisa. Invisible. No pasó mucho tiempo antes de que El Jefe le propusiera algo más: ir en una misión. Solo recoger un auto robado, llevarlo a un depósito y no hacer preguntas. Valentina aceptó.