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    Alahia Nisanno nació el 18 de octubre de 1998 en la ciudad de Córdoba, Argentina. Hija menor del reconocido empresario hotelero Oscar Nisanno y de la imponente Margarita Rodríguez, referente internacional del mundo de la moda.

    Alu creció entre lujos, viajes, sirvientes, idiomas y salones repletos de figuras públicas. Desde pequeña, tuvo todo lo que alguien podría desear: juguetes exclusivos, vacaciones en lugares exóticos, educación privada, y acceso a los círculos más selectos de la alta sociedad. Pero siempre sintió que en ese mundo no lograba encajar.

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    Su madre, Margarita, era una figura casi inalcanzable. Elegante, imponente y obsesionada con las apariencias, dirigía su imperio con mano de hierro sin perder jamás la compostura. Exigía excelencia, control y una imagen perfecta. Nunca alzaba la voz, pero con una mirada era suficiente para que todos supieran quién tenía el poder. Aunque nunca le faltó nada, Alu creció sintiéndose sola frente a ella. Sabía que su madre la cuidaba, pero lo hacía desde una distancia emocional imposible de atravesar.

    Con su padre, Oscar, la historia era otra. Él era su refugio. A pesar de ser un empresario exitoso, siempre encontraba tiempo para compartir con ella. Le enseñó a nadar, le cocinaba panqueques cuando su madre viajaba y le decía con orgullo que ella era lo mejor que había hecho en la vida. A través de él, Alu entendió lo que era el amor genuino. Por eso, cuando más adelante tomó decisiones difíciles, fue a él a quien más le dolió dejar atrás.

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    A medida que fue creciendo, empezó a asfixiarse en el mundo que la rodeaba. Sentía que todo en su vida estaba predestinado: las amistades por conveniencia, las relaciones con hombres recomendados por sus padres, las clases de equitación, los eventos sociales donde todos hablaban en voz baja y fingían sonrisas falsas. No quería ese futuro. No quería convertirse en una réplica pulida de Margarita ni en una “hija de...” eterna. Quería ser simplemente Alu.

    Su adolescencia estuvo marcada por una rebeldía creciente. Comenzó a faltar a eventos familiares, a cambiar de aspecto, a salir con personas que su madre no aprobaba. Se metió en situaciones peligrosas, tomó decisiones impulsivas que todavía hoy carga como cicatrices emocionales. Pero no lo hacía por capricho: lo hacía desde la desesperación de buscar un lugar donde sentirse viva, amada e incluida.

    A los 23 años, tomó la decisión más importante (y también la más dolorosa) de su vida: irse a Estados Unidos. No lo hizo en secreto, pero tampoco pidió permiso. Con pasaporte europeo, contactos y fondos transferidos en silencio por su madre, logró establecerse en Los Santos, un lugar donde nadie la conocía por su apellido, y donde por primera vez sintió que podía construirse una identidad desde cero.

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    Lejos de ser sencillo, adaptarse fue un desafío enorme. A pesar de hablar inglés y tener recursos, se encontró con una realidad muy distinta: la soledad, la desconfianza, el ritmo frío de una ciudad que no esperaba nada de ella. Extrañaba a su padre con una intensidad que la desarmaba por dentro. A veces lloraba con una foto de él en la mano, preguntándose si había hecho lo correcto.

    Pero fue ahí donde su historia comenzó realmente.

    En Los Santos, sin sus apellidos como escudo, Alu empezó a conocer gente de verdad. Personas que no la juzgaban por su ropa ni su historia, sino por cómo los miraba, cómo los escuchaba, cómo estaba cuando se la necesitaba.

    Cada vez que regresa brevemente a Argentina para ver a su padre —visitas cortas, emotivas y llenas de silencios cómplices—, Oscar la abraza fuerte, sin decirle que la extraña, pero sabiendo que lo hace. Aunque no lo admita, él también entiende que su hija necesitaba volar.

    Hoy, Alahia Nisanno sigue en búsqueda. Ya no es la niña caprichosa de las revistas, ni la joven desorientada que huyó de todo. Es una mujer sensible, reflexiva, empática, que busca justicia y sentido en todo lo que hace. Ayuda a quienes puede, escucha más de lo que habla, y aunque todavía arrastra culpas y heridas, aprendió a usarlas como motor para crecer.

    No necesita que su apellido abra puertas. Prefiere abrirlas ella misma

    Alu hizo de todo para poder mantenerse: trabajó como taxista, en locales de comida rápida, y hasta como repartidora. Con el dinero que recibió como “pensión silenciosa” de sus padres —fondos que ella aceptó con culpa, pero también con gratitud—, fundó su propia empresa de transporte. Poco después, invirtió en un mall comercial. Y hoy, tras años de esfuerzo, ocupa el puesto de supervisora en Weazel News, uno de los medios de comunicación más importantes de la ciudad. Un cargo que, esta vez sí, se ganó sola.

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    Pero si algo marcó profundamente su vida en Los Santos fue el amor. En medio de su proceso de transformación, conoció a alguien que supo ver más allá de su apellido.

    Y Alu, por primera vez, amó con el alma entera.

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    En sus primeros meses en Los Santos, Alu no estaba buscando enamorarse. Estaba enfocada en sobrevivir, adaptarse, y construir su nueva vida lejos del peso de su apellido. Pero como suele pasar con lo más verdadero, el amor la encontró sin avisar.

    Lo conoció una fría noche de noviembre, mientras paseaba por Paleto Bay. Él era mecánico, y le ofreció refugiarse en una cafetería cercana porque llovía. Tenía una sonrisa tranquila, unos ojos cálidos y una forma de hablar que desarmaba. No le preguntó de dónde venía, ni a qué familia pertenecía, solo quiso saber cómo le gustaba el café y si estaba bien. Fue la primera vez, en mucho tiempo, que Alu sintió que alguien la miraba de verdad.

    A partir de ahí, comenzaron a encontrarse seguido. Paseos por la ciudad, charlas eternas, música compartida en auriculares viejos. Con él, Alu pudo ser simplemente ella: sin filtros, sin lujos y sin títulos. Le hablaba de sus miedos, de su infancia, de lo mucho que extrañaba a su papá. Él no intentaba solucionarle la vida, solo la acompañaba. La hacía reír en los días grises y le daba silencio en los días duros.

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    Alu, que siempre se sintió observada por el mundo, se sintió amada por primera vez. No por lo que mostraba, sino por lo que escondía.

    Pero como muchas historias verdaderas, también tuvo sus sombras.

    A medida que Alu crecía, también lo hacían sus responsabilidades. Comenzó a pasar más tiempo en su empresa, en sus proyectos. La distancia se volvió rutina.

    El que siempre fue más bohemio, más liviano, empezó a sentir que ya no había lugar para él en ese nuevo mundo que ella construía. No era celoso del éxito, pero sí de los silencios, de los cambios, de esa nueva versión de Alu que sentía cada vez más lejana.

    Las discusiones comenzaron a ser frecuentes. Él le decía que ya no la reconocía. Ella sentía que él no entendía lo mucho que había peleado por llegar hasta ahí. Y un día, sin gritos ni escándalos, se fue. Le dejó una carta escrita a mano y una fotografía vieja de ambos riendo en la primer cita que tuvieron.

    Perderlo fue un golpe devastador.

    Durante meses, Alu no quiso hablar de él. Seguía trabajando, sonriendo, pero por dentro sentía que algo se había apagado. Había perdido no solo al hombre que amaba, sino a su compañero de vida, a su hogar en carne y hueso.

    A pesar del dolor, sabe que él fue parte esencial de su transformación. Gracias a él, descubrió quién era, qué merecía, y qué no estaba dispuesta a perder nunca más: su esencia.

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    En febrero de 2025, Alu tomó una decisión que sorprendió incluso a quienes la conocían desde hacía años: se inscribió como candidata al certamen de Miss San Andreas. Para cualquiera que la viera desde afuera —una mujer segura, elegante, con un apellido de peso y una presencia cuidada— podía parecer un paso natural. Pero para Alu, aquello era un salto al vacío.

    Toda su vida había evitado las cámaras, las multitudes, los escenarios. Aunque había crecido en un ambiente donde la exposición era moneda corriente, ella siempre había preferido el costado íntimo de las cosas: observar, acompañar, construir desde atrás. Nunca le gustó ser el centro de atención. No disfrutaba las miradas ni los halagos vacíos; su estilo era el de la mujer que entra en silencio pero deja huella.

    Y sin embargo, algo dentro de ella la empujó a hacerlo. Quizás por desafío personal, por salir de su zona de confort, o simplemente por probarse que podía estar en ese lugar sin tener que actuar como otra persona. Aceptó la invitación casi sin pensarlo demasiado, pero enfrentó cada etapa del certamen con una mezcla de ansiedad, inseguridad y determinación.

    Representó con orgullo a Sandy Shores, y eligió hacerlo con un traje típico de vaquera, rindiendo homenaje a los orígenes sencillos de esa zona, tan alejados del glamour que siempre rodeó su vida. Se presentó con naturalidad, sin pretensiones, sin buscar impresionar. Fue fiel a su esencia, incluso cuando la rodeaban brillos, discursos ensayados y rivales con una actitud más competitiva.

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    Durante los ensayos, conoció mujeres increíbles, con historias de vida diversas, con las que compartió nervios, risas y conversaciones que, sin buscarlo, le ayudaron a sanar partes que aún dolían. Empezó a mirarse al espejo con menos juicio. A ver su reflejo no como el de “la hija de Margarita y Oscar Nisanno”, sino como el de una mujer que había recorrido un largo camino y tenía derecho a sentirse orgullosa de sí misma.

    No ganó la corona. No se llevó el título ni la banda. Pero eso nunca fue el objetivo. El verdadero premio fue haber subido a ese escenario, haberse mostrado vulnerable y fuerte a la vez, y haber caminado erguida delante de cientos de personas sin esconderse. Fue una noche donde no actuó, no fingió, no necesitó pertenecer a ningún molde.

    Al día siguiente, mientras tomaba mate en su balcón con Someo Rantos a los pies, pensó en todo lo que había logrado. Sonrió, en silencio, con esa mezcla de alivio y satisfacción que solo siente quien enfrenta sus propios miedos y sale más liviano.

    Miss San Andreas no le cambió la vida. Pero sí le cambió la forma de verse a sí misma. Y a veces, eso vale mucho más que una corona.

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    A nivel académico, Alu siempre se tomó su formación con compromiso, aunque muchas veces sintiera que su entorno esperaba que todo le fuera fácil por su apellido. Terminó el secundario en una escuela privada de élite en Argentina, donde la exigencia era alta y las apariencias aún más. Allí aprendió a convivir con las expectativas ajenas, pero también descubrió su curiosidad por la mente humana, las emociones, y todo aquello que se esconde detrás de lo que las personas muestran. Al mudarse a Los Santos, lejos de su círculo habitual, decidió iniciar una nueva etapa universitaria por elección propia, inscribiéndose en la carrera de Psicología. Se graduó con honores tras varios años de estudio intenso, trabajos de campo y prácticas profesionales que le enseñaron más sobre el dolor, la resiliencia y la importancia de la empatía. Aquella carrera no solo le dio un título: le permitió comprenderse a sí misma y conectar con los demás desde un lugar más humano y profundo. Hoy, aunque su camino profesional tomó otros rumbos, la psicología sigue siendo una herramienta fundamental en su vida diaria, tanto en sus decisiones personales como en su manera de vincularse con el mundo.

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    Más allá de sus responsabilidades y su vida agitada, Alu valora profundamente los momentos simples, esos que le permiten conectarse con lo que realmente importa. Disfruta de caminar por la montaña, especialmente al atardecer, cuando el cielo se tiñe de tonos cálidos y todo parece detenerse por un instante. Le recuerda a su provincia natal.

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    También suele escaparse al norte, donde le gusta hacer paseos tranquilos, respirar aire puro y sentirse lejos del ruido de la ciudad. Es fanática del mate, una costumbre que se trajo de Argentina y que sigue siendo su ritual de todos los días, ya sea sola en su penthouse con Someo a los pies, o acompañada por alguna visita querida.

    Le encanta pasar tiempo con amigos, ya sea un plan tranquilo, como también ir a fiestas, reírse fuerte, bailar hasta que le duelan los pies y coleccionar recuerdos espontáneos.

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    También adora la playa, donde puede caminar descalza, mirar el mar durante horas o simplemente perderse en la brisa. En casa, cuando tiene tiempo, se dedica a cocinar, una pasión que heredó de su hermana mayor, Amelia. Hoy, Alu repite muchas de sus recetas, especialmente cuando extraña a su familia o necesita reconectarse con sus raíces.

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    A pesar de todo lo vivido, hoy Alu ha logrado construir una vida que la representa. Vive en un penthouse ubicado en la zona alta de Pillbox, un espacio luminoso y moderno que compró con su propio esfuerzo, sin recurrir al apellido Nisanno ni a las influencias familiares. Cada rincón fue diseñado por ella misma, cuidando los detalles, como si necesitara dejar una huella de su identidad en cada pared. Ese lugar, que alguna vez soñó cuando vivía en habitaciones pequeñas al llegar a Los Santos, hoy es su refugio, su espacio de paz, y lo comparte con su fiel compañero: Someo Rantos, un perro mestizo de tamaño chiquito, callejero, travieso, leal, que rescató cuando apenas tenía unos meses de vida. Su lugar preferido es un almohadón rojo desde el cual observa todo como si fuera el guardián del mundo. Ladra fuerte cuando algo no le gusta, pero derrite corazones cuando mueve la cola o se le escapa un bostezo. Es desconfiado con los extraños pero absolutamente leal a Alu. Para ella, Someo no es solo una mascota: es como su hijo. En sus momentos más difíciles, fue él quien se quedó a su lado en silencio, acompañándola incluso cuando el mundo parecía caerse a pedazos. Desde entonces, Someo se volvió su sombra, su cable a tierra, su primera y más constante familia en la ciudad. Duerme en su cama, ladra cuando ella llora, y la acompaña a todos lados cuando puede.

    A veces, cuando mira a Someo dormir, Alu piensa que si ese perro la eligió como su humana, entonces quizás no esté tan perdida como pensaba.

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    Con sus padres, la relación ha sanado con el tiempo. Ya no hay reproches, ni exigencias, ni silencios largos: hay respeto, y una nueva forma de quererse desde la distancia. Con Oscar, su padre, mantiene un vínculo cercano y emotivo, lleno de abrazos sinceros y largas charlas cuando se ven. Con Margarita, su madre, la relación es más diplomática, pero han encontrado una forma de vincularse con menos presión y más comprensión. Alu viaja con frecuencia a Argentina para visitarlos, especialmente en fechas importantes, y ellos también la visitan en Los Santos de tanto en tanto.

    Aunque su camino ha sido independiente, Alu nunca renegó de sus raíces: aprendió a reconciliarse con su historia, y hoy puede mirar hacia atrás con gratitud por todo lo que la hizo ser quien es.

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