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Kimbo Allers nació en el corazón de Rockford Hills, donde el uniforme se llevaba con orgullo y el deber no era una opción, sino un legado. Su madre, Celia Pirzzarelli, una enfermera jubilada originaria de Viena, le enseñó desde chico que sanar también era una forma de luchar. Su padre, John Allers, un capitán bomberil retirado que aún reside en Rockshore West, le enseñó que el fuego podía ser tanto enemigo como maestro. Kimbo creció entre relatos de emergencias, olor a humo impregnado en la ropa y silencios que pesaban más que las palabras.
A los 18 años, se unió al cuerpo de brigadistas forestales en Paleto Bay. Lo suyo no era la teoría ni los discursos: era acción. Aprendió a leer el viento, a detectar el crujido traicionero de una rama al rojo vivo, a correr cuesta arriba con una pala en una mano y la vida de otro en la otra. Pronto, su temple lo convirtió en un referente silencioso dentro de su equipo. No necesitaba imponer respeto: lo inspiraba.
Con apenas 23, pidió ser destinado a misiones internacionales. Durante cinco años trabajó en selvas sudamericanas, combatiendo incendios sin recursos, sin cobertura, sin aplausos. En esos terrenos remotos entendió que el fuego no solo arrasa con árboles: también se lleva a los que no están preparados para mirarlo de frente. Vio caer compañeros, lloró en silencio bajo las estrellas, y aprendió que la verdadera valentía es volver cada día sabiendo que quizás no regreses.
A los 28 volvió a San Andreas, con el alma endurecida pero aún intacta. Fue destinado a una unidad de respuesta rápida que operaba entre el monte Chiliad y Sandy Shores, donde entrenó a nuevas generaciones de brigadistas y se convirtió en la voz que todos querían escuchar cuando el cielo se volvía rojo. Rechazó cargos de escritorio. “El fuego no espera tras un monitor”, decía.
Su lazo más profundo era con su hermana menor, Elena, una joven artista que vivía en La Puerta. Ella lo mantenía atado a la tierra, a los colores, al lado humano que tantas veces el uniforme intentaba enterrar. A través de sus dibujos y cartas, le recordaba que él era más que su casco, más que las llamas.
Hace apenas unos meses, un incendio de proporciones históricas arrasó la zona forestal al norte de Paleto Bay. Kimbo, al frente del operativo, lideró la evacuación de dos cuadrillas aisladas. Durante el descenso, un árbol calcinado colapsó a pocos metros, empujándolo cuesta abajo junto con una roca que impactó en su pierna izquierda. Aun así, logró arrastrarse hasta el último punto de control y coordinó la salida de sus compañeros por radio antes de ser rescatado.
Actualmente se encuentra en recuperación en una clínica de Rockford Hills. El diagnóstico fue fractura expuesta y daño muscular severo, pero quienes lo conocen saben que su voluntad es más dura que el hueso. Rehabilitación diaria, ejercicios silenciosos, paciencia aprendida entre humo y cenizas. No ha perdido ni una chispa de intención: su mirada todavía se clava en el horizonte, como esperando la próxima llamada.
“Volveré. No sé cuándo, pero voy a volver”, repite entre sesiones de fisioterapia.
Porque para Kimbo Allers, el retiro no existe mientras haya alguien esperando ayuda en medio del infierno. Mientras haya un fuego, él buscará la forma de entrar, aunque esta vez lo haga con una cicatriz en la pierna… y muchas más en el alma.