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Nacido en uno de los rincones más olvidados de San Andreas, Adolf Schneider creció en Sandy Shores, entre polvo, trailers oxidados y tiroteos nocturnos que nadie denunciaba. Su infancia estuvo marcada por la desconfianza hacia las autoridades, y al mismo tiempo por una fuerte necesidad de orden que lo diferenciaba del resto.
Su padre, un exmilitar de pocas palabras, nunca hablaba de la guerra, pero sí lo educó con estricta disciplina. Su madre, enfermera del centro médico local, falleció cuando él tenía 12 años, víctima de una sobredosis en medio de un error médico del cual nunca se habló públicamente. A partir de ese momento, Adolf entendió que el sistema no siempre protege a los inocentes, y que, si alguien no se involucra, el caos se vuelve rutina.
A los 18 años se enlistó en el ejército. Sirvió dos períodos en misiones de control en conflictos civiles internacionales. Regresó con una visión fría, más metódica. Aprendió a guardar emociones, leer situaciones en silencio y actuar rápido cuando era necesario. Sin embargo, lo que lo marcó no fue la guerra, sino el retorno: al volver a Sandy Shores, el lugar donde creció estaba aún peor.
Crimen, drogas, violencia doméstica... y nadie haciendo nada. Las mismas caras, los mismos cuerpos tirados frente al Yellow Jack Inn. Decidió no ser espectador.
Se formó como oficial, pero no eligió LSPD. Eligió el Sheriff's Department, porque sabía que ahí es donde se necesitaban verdaderos guardianes. Donde el uniforme no es para posar, sino para mancharlo de tierra, sudor y responsabilidad.