Historia de Iago Freire



  • Iago Freire nació una fría mañana de noviembre en Newark, Nueva Jersey. Hijo de padres gallegos que emigraron desde Vigo en busca de una vida mejor, creció en un barrio donde el sonido de sirenas era tan común como el del despertador. Sus padres, trabajadores y reservados, se esforzaban por criar a su único hijo entre dos mundos: el rigor gallego y el caos americano.

    Desde pequeño, Iago fue un torbellino. En la escuela primaria, ya destacaba más por los partes de conducta que por las notas. No era tonto, pero tenía una rabia dentro que nadie sabía cómo manejar. En el instituto, la cosa fue a peor: peleas, expulsiones, faltas constantes. Tenía un don para meterse en líos… y salir medio limpio. Algunos profesores decían que era “un caso perdido”. Otros veían en él una mente brillante atrapada en una vida sin guía.

    A los 12 años, todo se rompió. Un accidente de tráfico en la Interestatal 78 se llevó a sus padres una noche de lluvia. Iago no lloró en el funeral. No dijo nada. Desde ese día, cambió. Se volvió más duro, más cerrado. Lo internaron en un centro de menores del estado, donde pasó seis años aprendiendo a sobrevivir de verdad. Allí conoció a otros chicos como él, y también a los que no dudaban en usar la violencia para escalar posiciones.

    Pero entre toda esa oscuridad, Iago encontró una chispa: los coches. Cuando el centro organizaba talleres mecánicos para mantener ocupados a los chavales, Iago destacaba sin esfuerzo. Aprendía rápido, tenía buenas manos y un oído que reconocía cualquier motor por el sonido. Decía que los coches eran lo único que le hacía sentir en control.

    Cuando cumplió los 18, lo soltaron con una mochila y poco más. Sin nadie que lo esperara ni lugar a donde volver, se refugió en la calle y en lo que sabía hacer: conducir, reparar, correr. No tardó en juntarse con un grupo de jóvenes que vivían entre carreras clandestinas, encargos sucios y golpes rápidos a tiendas y almacenes. El dinero fácil, las drogas, y el riesgo llenaron el vacío que llevaba por dentro.

    Pero Iago también tenía otro mundo, uno que pocos conocían: su Elegy Retro Custom. Era su proyecto más ambicioso, un coche clásico japonés que encontró oxidado y olvidado en un taller abandonado. Durante años, en los ratos libres entre trapicheos y persecuciones, le fue metiendo tiempo, piezas y dinero. Cada tornillo que apretaba era una forma de mantenerse cuerdo. Cada mejora en el motor era un paso más hacia algo propio, algo limpio.

    El Elegy no era solo un coche. Era su refugio. Su templo. Una bestia que rugía con fuerza, pero que solo Iago sabía domar. En ese coche había más de lo que parecía: estaba su historia, su dolor, su obsesión por dejar atrás lo que fue.

    Ahora, a sus 22 años, Iago es conocido en ciertos círculos por su habilidad al volante, su carácter impredecible y su Elegy, que ya es casi leyenda entre los que corren de noche en las afueras de la ciudad. Muchos lo temen, otros lo respetan. Pero él sigue cargando con un silencio que nadie ha podido romper.

    Cada noche, cuando conduce solo por la autopista, con el motor rugiendo bajo sus pies y la ciudad brillando a lo lejos, piensa en Galicia, un lugar que apenas conoció pero al que a veces sueña con volver. Aunque no sepa muy bien si le quedaría algo allí… o si ya es demasiado tarde para escapar del asfalto y las sombras.


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