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Benjamin Ward nació en una tarde de verano en Santa Fe, Argentina, con el sonido de los teros volando sobre la costanera. Su madre era bibliotecaria y su padre electricista, y desde chico creció rodeado de historias, cables y preguntas. A los 12 años, una serie sobre detectives en Nueva York lo dejó fascinado. No por las persecuciones, sino por la idea de justicia: alguien que escucha, entiende y actúa.
Cuando terminó el colegio, estudió criminología en Buenos Aires, pero sentía que su destino lo esperaba más allá del mapa. A los 21 años, con un inglés que aprendió viendo películas sin subtítulos y trabajando medio turno en una cafetería, logró una beca en una academia de justicia criminal en Texas.
El contraste fue brutal. Del mate compartido a la soledad del café en vaso descartable. Del acento arrastrado al choque de culturas. Pero Benjamin no se rindió. Aprendió técnicas, leyes, y también a mantenerse firme sin perder su esencia. Su particular mirada como extranjero lo volvió valioso: entendía lo que era sentirse “el otro”, y eso le dio empatía con comunidades diversas.