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Izan Torres, 25 años, había vivido toda su vida en Boston. Trabajaba como restaurador de muebles antiguos: puertas, escritorios, baúles marcados por siglos de manos, palabras y silencios. Desde chico, tenía la sensación de que los objetos le decían cosas. No en palabras claras, sino en intuiciones precisas: “Este cajón oculta algo”, “Este clavo no pertenece aquí”.
Un día, llegó a su taller una cómoda de roble con una inscripción en griego tallada en el reverso. Al tocarla, una escena se activó en su mente: una plaza en Salónica, el bullicio de un mercado, un niño huyendo con un libro en brazos. No era una alucinación, sino una memoria que no era suya. O eso pensó.
Movido por la intriga, Izan viajó a Grecia, donde descubrió que su apellido, Torres, aparecía en archivos de comunidades sefardíes que vivieron allí siglos atrás. Cada ciudad que pisaba encendía en él nuevos fragmentos: rostros conocidos que no podía nombrar, canciones que tarareaba sin haberlas aprendido nunca.
Pronto comprendió que había heredado una habilidad única: ciertos objetos y lugares podían reconstruir recuerdos de sus antepasados. Pero esa conexión no era solo un regalo… también lo arrastraba hacia secretos familiares que muchos preferían que quedaran enterrados.
Ahora, su viaje no era solo geográfico ni histórico: era una carrera para recuperar una historia dispersa por generaciones, mientras otros —que también sentían el eco de esas memorias— trataban de evitar que llegara al final.