Namlez



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  • HISTORIA

    Todo comenzó en las profundidades de Los Santos, donde el asfalto arde y la esperanza escasea. Tres chicos, apenas de 15 años, crecieron entre callejones marcados por el abandono y el sonido lejano de sirenas que nunca llegaban a tiempo. Venían de los barrios bajos, esos que el Estado prefiere olvidar, donde las oportunidades eran un lujo y el crimen, una rutina.

    Movidos por la necesidad y el deseo de sacar adelante a sus familias, decidieron hacer lo impensable: buscar su propio camino hacia el dinero, cueste lo que cueste. En un entorno donde las pandillas eran la ley, y las esquinas servían como puntos de venta de drogas, armas o incluso escenarios de muerte, ellos supieron que mantenerse al margen no era una opción. Y así, con más miedo que certezas, dieron su primer paso hacia un mundo del que pocos regresan.

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    A pesar de sus esfuerzos por mantenerse al margen y no dejarse arrastrar por el entorno, el grupo no logró escapar del todo. Uno de ellos, Halls Smith, fue el primero en ceder ante la tentación del dinero fácil. Comenzó trabajando como campana para una pandilla del barrio, vigilando las esquinas y avisando cuando se acercaba la policía. No ganaba mucho, pero para unos adolescentes sin nada, aquella pequeña suma parecía una fortuna.

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    Cuando les contó a sus amigos cuánto estaba ganando, la curiosidad se mezcló con la necesidad. Al poco tiempo, los demás decidieron seguir sus pasos y unirse a la misma pandilla, convencidos de que solo estarían el tiempo justo para reunir algo de dinero y ayudar a sus familias.

    Lo que no sabían —lo que nadie les advirtió— era que, una vez dentro de ese mundo, la única forma real de salir... era con los pies por delante.

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    Al principio todo parecía manejable. Les daban tareas pequeñas: vigilar, hacer entregas, correr con mensajes entre esquinas. Eran los nuevos, los “chicos del barrio”, invisibles para la policía, útiles para los que mandaban. El dinero llegaba poco a poco, suficiente para llevar algo de comida a casa o comprarse un par de zapatillas nuevas que ocultaran los agujeros en los pies. Y durante un breve momento, creyeron que tenían el control.

    Pero el mundo en el que entraron no perdona la inocencia.

    Con el tiempo, los encargos se volvieron más oscuros. Las órdenes ya no eran sugerencias, sino amenazas veladas: “Si no lo haces tú, lo hace otro… o no lo hace nadie”. Robos, extorsiones, ajustes de cuentas. Y con cada paso que daban, se alejaban un poco más de la vida que soñaban recuperar.

    Wayne fue el primero en mancharse las manos. Un tipo de otra banda cruzó la línea, y él respondió como le enseñaron: con plomo. Esa noche no durmió. Ninguno lo hizo. El silencio entre ellos fue más pesado que cualquier disparo.

    Ya no eran niños del barrio. Eran parte del juego. Y el juego no tenía botón de salida.

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    Donde la Muerte Enseña

    Wayne no aguantaba más. Desde que apretó el gatillo por primera vez, el mundo se le vino abajo. No dormía, no comía, y cada sombra le parecía una amenaza. Sentía que llevaba la muerte pegada a la piel. El sonido del disparo todavía le reventaba los oídos, y la imagen del cuerpo cayendo lo perseguía hasta cuando cerraba los ojos.

    Esa noche, sin poder más, fue a buscar a los únicos dos que le quedaban: Ampa y Halls.

    Los encontró en el patio trasero de la casa de la Tia de Halls donde se reunían cuando eran chicos, antes de que todo se pudriera. Ampa encendía un cigarro con manos firmes, sentada sobre un bloque de concreto, y Halls daba vueltas como un animal enjaulado. Cuando vieron a Wayne entrar con los ojos perdidos, supieron que algo no andaba bien.

    —Lo hice… —dijo Wayne, casi susurrando—. Lo maté, carajo.

    El silencio se volvió más pesado que el aire. Ampa bajó el cigarro sin decir una palabra. Halls se detuvo en seco.

    —¿De qué mierda estás hablando? —preguntó, acercándose.

    Wayne se desplomó en el suelo, con la cabeza entre las manos. Entre sollozos, les contó todo: cómo fue solo, cómo el tipo se negó a entregar el paquete, cómo lo empujó, cómo sacó el fierro sin pensar, y cómo disparó. Un solo tiro. Suficiente.

    Ampa lo miraba con la mandíbula apretada, sin soltar palabra. Halls, en cambio, maldecía entre dientes, nervioso, caminando de un lado a otro. Nadie sabía qué hacer. No había marcha atrás.

    Pero lo que no sabían… era que no estaban solos.

    A unos metros, escondido detrás de una pared rota, un hombre escuchaba todo. Un transeúnte cualquiera del barrio, uno que pasaba por ahí buscando su propio camino, se topó con la conversación sin querer. Al principio se quedó por morbo, luego por miedo. Escuchó cada palabra con el corazón en la garganta.

    Esa misma noche, fue directo a la comisaría. No por principios. Por terror. En ese barrio, el que guarda silencio muere lento. Y él solo quería vivir un día más.

    Para Wayne, Ampa y Halls, el reloj había empezado a correr.

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    La Redada

    Pasaron solo dos noches desde aquella confesión. El barrio parecía en calma, pero esa calma rara, esa que huele a tormenta. Ampa lo sintió primero. Halls también. Wayne no decía nada, pero ya no dormía, solo miraba la puerta cada cinco minutos como si esperara el fin del mundo.

    Y llegó.

    A las 07:42 de la mañana, una camioneta negra sin placas se detuvo frente la casa. En cuestión de segundos, patrullas aparecieron de todos lados, sin luces ni sirenas. Era una redada limpia, quirúrgica. Gente con chalecos, armas largas y gritos secos.

    —¡Todos al suelo, manos a la cabeza! ¡Nadie se mueve!

    Ampa alcanzó a gritar algo, pero ya era tarde. La puerta de la casa voló en pedazos y entraron como una avalancha. Wayne levantó las manos sin resistencia, temblando como un perro asustado. Halls intentó correr, pero lo tumbaron de un culatazo. Ampa escupió al suelo antes de dejarse esposar.

    Los tres fueron sacados a empujones, bajo el sol, con los rostros cubiertos por la sombra de la culpa. No hubo testigos. No hubo tiempo para escapar. Solo el eco de la traición de alguien que había escuchado demasiado.

    En la comisaría, los separaron. Interrogatorios sin descanso. Preguntas, amenazas, promesas vacías. Pero el caso ya estaba armado. Tenían un testigo, tenían pruebas, tenían todo.

    El juez no dudó.

    Siete para Halls. Seis para Ampa. Siete para Wayne, por ser menor de edad… pero lo suficiente para que saliera hecho otro monstruo.

    El sueño de ayudar a sus familias murió el mismo día que cruzaron la línea.

    Ahora solo les quedaba una celda, una pared fría y la certeza de que en la calle ya nadie los esperaba.

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  • El Precio de la Libertad

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    Wayne, Ampa y Halls cruzaron los portones de la prisión sin saber que también dejaban atrás la última brizna de inocencia. Ignoraban las reglas no escritas del encierro, el peso del silencio entre rejas, y el modo en que el tiempo se deforma tras los muros. Entraron con la condena a cuestas, sin imaginar cuán larga podía volverse la vida cuando la libertad se convierte en recuerdo.

    Perdidos en la rutina sin rumbo de la cárcel, comenzaron a realizar trabajos comunitarios como única vía para acortar su condena. No era redención, era supervivencia: un intento por darle sentido a los días grises que parecían no tener fin.

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    Después de varios meses encerrados, bancándose el frío de los pasillos y el silencio pesado de las noches, Wayne, Ampa y Halls cruzaron camino con Lamar y Jayden, dos viejos de la casa que ya tenían más calle entre rejas que muchos afuera. No tardaron en hacerles ver la realidad del encierro. 'Acá no alcanza con portarse bien, loco —les soltó Lamar con la mirada clavada—, acá el que no se mueve, lo pisan. Si querés sobrevivir, tenés que hacerte tu lugar, buscarte la moneda, respetar y hacerte respetar.' Desde ese momento, los tres entendieron que la cárcel tenía sus propias reglas, su propio lenguaje, y que ganarse la vida ahí adentro era otra forma de seguir respirando.

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    Renacer entre Sombras

    Gracias a Lamar y Jayden, Wayne, Ampa y Halls empezaron a entender que la cárcel era otro mundo, uno donde el que no sabe moverse, se queda atrás. Ellos les abrieron la puerta a todo lo que se cocina detrás de las rejas: cómo armar drogas de la nada, fabricar armas con lo que encontraban, sacar plata a base de extorsiones y meterse en peleas para marcar territorio. No solo les enseñaron a sobrevivir, sino a ganar terreno, a hacer que el miedo corra por el otro lado. Poco a poco, de desconocidos pasaron a ser un grupo unido, hermanos de sangre en un lugar donde la lealtad vale más que la vida misma. Aprendieron rápido que en ese infierno, la confianza se gana con sudor y fuego.

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    Después de meses sumergidos en la monotonía de la prisión, con los días repitiéndose como un eco interminable, a Halls comenzó a rondarle una idea que no podía ignorar. La necesidad de cambiar su destino, de romper con la rutina asfixiante, lo llevó a soñar con algo más grande: formar una nueva pandilla, un grupo que les diera poder y control. Con la determinación creciendo en su pecho, decidió confiar su plan a Ampa y Lamar.

    Ambos lo escucharon con atención, sus miradas reflejando tanto esperanza como duda. ¿Cuándo podrían siquiera comenzar, atrapados como estaban tras esas rejas implacables? La pregunta flotaba en el aire, pesada y difícil de responder. Entonces, con una sonrisa cargada de desafío y una chispa de locura, Ampa rompió el silencio: “¿Y si nos fugamos de aquí?”

    La propuesta, audaz y peligrosa, encendió una llama en los tres. Lamar asintió lentamente, sus ojos brillando con la determinación de quien ya visualiza la libertad a lo lejos. Halls sintió cómo esa idea incendiaba cada fibra de su ser. No era solo una fuga; era el inicio de una nueva vida, una oportunidad para reescribir su historia.

    Así, entre susurros y planes urgentes, comenzaron a trazar el camino hacia su libertad, conscientes de que cada paso los acercaba tanto a la esperanza como al riesgo absoluto. La cárcel, que hasta entonces los había mantenido prisioneros de su propio destino, estaba a punto de enfrentarse a la voluntad imparable de 5 personas decididas a cambiar su suerte.

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    Túnel a la Esperanza

    Después de semanas observando y memorizando cada movimiento de los guardias, de averiguar en secreto cómo conseguir las herramientas necesarias y de establecer contactos con otros internos que pudieran ayudarlos, comenzaron a dar forma a un plan que parecía casi imposible. La idea que tenían era cavar un túnel en el patio, justo debajo de la reja que delimitaba la prisión. Sabían que ese agujero sería la puerta hacia la libertad, un paso silencioso pero decisivo para escapar de aquel encierro.

    Cada noche, con el sigilo como único aliado, trabajaban poco a poco, sorteando el peligro de ser descubiertos en cualquier momento. La tierra removida se escondía con cuidado y el miedo a ser atrapados era constante, pero la esperanza de recuperar la vida más allá de los muros los impulsaba a seguir. Era un juego peligroso, una apuesta contra el tiempo y contra la vigilancia implacable, pero ninguno estaba dispuesto a resignarse a la rutina mortal de la prisión.

    Llegó la noche señalada, el momento en que todo su esfuerzo y riesgo tendrían que rendir frutos. Wayne, Ampa, Halls, Lamar y Jayden se reunieron en el patio, sus cuerpos tensos pero decididos, con la oscuridad como cómplice. El túnel que habían cavado era estrecho y húmedo, pero era su única vía hacia la libertad.

    Con movimientos silenciosos y respiraciones contenidas, uno a uno comenzaron a deslizarse por el paso que habían abierto. La tierra recién removida aún olía a esperanza y peligro. Afuera, la reja esperaba como un obstáculo tangible entre ellos y el mundo que anhelaban recuperar.

    Cuando Halls fue el último en atravesar, una mezcla de adrenalina y miedo los invadió. Ya fuera de la prisión, corrieron sin mirar atrás, con el corazón latiendo fuerte, conscientes de que la libertad era solo el primer paso de una batalla mucho más grande. Pero por ahora, el aire fresco y la oscuridad de la noche eran su victoria, el comienzo de un nuevo camino lejos de las sombras de la cárcel.

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  • @Namlez 10/10


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