++ $t("links.title") ++
Your browser does not seem to support JavaScript. As a result, your viewing experience will be diminished, and you may not be able to execute some actions.
Please download a browser that supports JavaScript, or enable it if it's disabled (i.e. NoScript).
DARRELL BISHOP
Mi nombre es Darrell, Darrell Bishop. Nací en el '99 y fui criado en el Barrio de Davis. Desde muy pequeño estuve rodeado de un mundo crudo, donde la violencia, las armas y las drogas eran parte del día a día. Crecí observando desde la esquina de mi casa cómo un grupo de pandilleros se reunía cada tarde en la vereda. Fumaban, reían, escuchaban música en un parlante viejo junto a un sofá desgastado. A mis ojos de niño, ellos eran poderosos… libres. Y yo quería ser como ellos.
A los 15 años, mi vida empezó a torcerse. Cambié mi forma de vestir: pantalones caídos, camisetas holgadas, gorras ladeadas… Dejé de parecer un niño común y empecé a adoptar esa identidad callejera que tanto admiraba. Mi madre, Alicia, intentó por todos los medios alejarme de ese camino, pero yo la ignoraba. Estaba convencido de que mi destino era formar parte del barrio, vivir como un verdadero pandillero.
Con el tiempo, conocí gente que compartía esa misma actitud. Una noche de abril, mientras caminaba por un callejón, uno de ellos me ofreció un porro. Yo, queriendo encajar, lo acepté sin pensar. Pero no sabía cómo fumarlo. Me reí nerviosamente, pedí ayuda, pero solo recibí burlas. Se reían de mí, decían que no era "real". Me llené de rabia. Tiré el porro al suelo y, cegado por el coraje, me lancé a los golpes. Le dejé la cara desfigurada a uno de ellos, pero los demás me dieron una paliza. Logré escapar como pude, arrastrándome hasta mi casa.
Cerré la puerta de un portazo. Mi madre, al verme todo golpeado, me preguntó qué había pasado. Le mentí: “Me caí”, le dije sin mirarla a los ojos. Me encerré en mi cuarto, temblando de furia y vergüenza. Me tumbé en la cama y, sin darme cuenta, me quedé dormido.
Al día siguiente, me levanté con la cara hinchada. Me puse hielo, pero no servía de mucho. Así que me puse unos lentes oscuros para ocultar los moretones. Salí a la calle nuevamente, con la mirada perdida pero decidido a encontrar algo de droga. Caminando por los callejones, un grupo de pandilleros me interceptó.
—¿Qué buscas por aquí? —me preguntaron con desconfianza.
Saqué un par de dólares arrugados del bolsillo y, en voz baja, les dije que andaba buscando “un poco de mierda”. Me miraron y uno de ellos sonrió con malicia. Me ofrecieron un porro y un poco de cocaína por esos billetes. Pero en cuanto los tuve en mis manos, salí corriendo. No pagué nada. Escapé por las calles, con ellos pisándome los talones. Tras unas cuadras, logré perderlos y me metí a mi casa a escondidas.
Sin cruzarme con mi madre, fui directo al baño. Cerré la puerta y me senté sobre la tapa del inodoro. Con manos temblorosas, enrollé un billete y tracé una línea de cocaína sobre la porcelana. Era mi primera vez. Estaba nervioso, sudando frío, pero lo hice. La inhalé de un solo golpe. Sentí cómo algo dentro de mí se rompía… o se encendía.
Salí del baño con las pupilas dilatadas, el corazón latiendo como un tambor. Me sentía invencible. Tenía solo 15 años… y sin darme cuenta, me hice adicto.
Pasaron los años. Me hundí cada vez más en ese mundo. Conocí a personas de todas clases: algunos callejeros, otros más calculadores, pero todos perdidos como yo. Me movía entre esquinas, tratos sucios y noches sin dormir. La gente comenzó a conocerme. En las calles, me empezaron a llamar "Bishop". El apodo nació una noche en que defendí a un chico más joven de una golpiza. Le dije a uno de los que lo golpeaban que si quería pelear, que peleara conmigo. No lo hice por bondad, lo hice por rabia, por aburrimiento… pero lo enfrenté de una forma fría, calculadora. Alguien del grupo dijo que yo “movía en la calle como un alfil en el tablero, directo y en diagonal, nunca predecible”, como el personaje Bishop de aquella película vieja, Juice. El nombre se quedó pegado como un tatuaje en la piel. Y, para ser sincero, me gustaba cómo sonaba.
Consumía cada vez más. Perdí el rumbo por completo. Dejé la escuela, los amigos reales, mi propia dignidad. A los 20, ya era un rostro conocido por la policía. Y fue en julio de ese mismo año cuando todo cambió: un oficial me encontró consumiendo en plena calle. Al revisarme, me encontraron una navaja en la cintura. Me arrestaron sin rodeos.
Me sentenciaron. Pasé años tras las rejas. Frío, soledad, y más drogas adentro que afuera. Aprendí a sobrevivir en prisión, pero también a pensar. Durante esas largas noches sin dormir, empecé a ver lo que había perdido… y lo que nunca tuve.
Hoy tengo 22 años. Salí de prisión hace apenas unas semanas, con antecedentes marcados en mi historial y pocas esperanzas de ser alguien. Caminé directo hacia la casa donde crecí, la que compartía con mi madre. Toqué la puerta, pero no hubo respuesta. Estaba vacía.
Sobre la mesa, encontré una nota escrita por ella. En su letra temblorosa decía que se había mudado a otra ciudad. No podía seguir viendo cómo me destruía. Me dejó la casa, pero también una advertencia: que si quería una segunda oportunidad, tendría que ganármela solo.
Ahora estoy aquí. Solo. Sin madre, sin rumbo fijo, con un pasado que me persigue y un futuro que todavía está por escribirse. Me llaman Bishop, y aunque no tengo claro del todo quién soy ahora, sé bien lo que busco: un grupo de amigos que estén en la misma que yo, que hayan vivido el fuego, que sepan lo que es perderlo todo y aun así sigan de pie. No busco compasión, busco lealtad, calle y respeto. Gente real, como yo, que no tiene mucho… pero que todavía tiene hambre de algo más.