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Mi nombre es Jayden Jones y tengo 20 años. Nací un 27 de junio de 2000 en Los Santos, una maravillosa ciudad en los Estados Unidos de América. Provengo de una familia pobre: mi madre, Amelia Parker, en el paro y mi padre, George Jones, que trabajaba en el badulaque al lado del club de alterne en el sur, el Vanilla Unicorn. No fui a la guardería, puesto que para ello mi familia tenía que pagar y, con el sueldo mínimo de mi padre que se llegaba justo a fin de mes y a veces ni se llegaba, era imposible de pagarnos esa clase “lujos”. Mis padres solicitaron mil y una veces los Servicios de HeadStart, un programa dedicado a las personas cuyos hijos tienen deficiencia o que no pueden pagar la educación de estos. Mi padre, quien ganaba por encima de los 11.945 dólares y yo no tenía ningún tipo de deficiencia mental ni física. Lo que tampoco hice fue párvulos y, debido a que no pude ir a la guardería, no tenía la mente tan desarrollada como los demás niños de mi edad. Obviamente también, me costaba escuchar en clase y tampoco entendía porque teníamos que hacer algo que no gustaba a nadie si total lo que lo que yo creía que trataba la vida era de trabajar si tenías suerte, traer dinero a casa y lo demás hacer lo que te dé la gana. En casa me ayudaban en lo que podían, de matemáticas no eran unos expertos ninguno de los dos, pero enseñarme a contar, operaciones matemáticas fáciles y a leer un poco lo hicieron como buenamente pudieron. Después de acabar el HeadStart empezaba algo más complicado, el primer grado. Como no teníamos casi dinero, no podíamos comprar mucho material escolar, por lo que solía llevar un par de libretas y un bolígrafo. Eso desencadenó una serie de burlas por parte de mis compañeros de clase, quiénes me llamaban pobre, malnacido e incluso alguna vez llegué a escuchar bastardo, echo que consiguió una repugnancia a ir al colegio, aunque fuese obligatorio. Aun aguantando las burlas conseguí medio aguantar el curso y, aunque quizás fui tonto, seguía confiando en la gente, en que habría alguien que me tratara como creo que se me debía tratar. Otra cosa también es cierta, desde pequeño descubrí que no me gustaba estudiar y que, por lo tanto, no iba a tomar ese camino en mi vida, al menos estudios a nivel universitario. Durante el segundo grado no fui a mejor, pero tampoco a peor. No sacaba las típicas notas de estudiante ejemplar pero tampoco era pésimo; aprobaba por los pelos haciendo la mítica ley del mínimo esfuerzo. Mis profesores no mostraban la mayor de las preocupaciones, pues sabían que en tema estudios no le ponía mucha atención, además de que era muy pequeño para estar ya encima de mi diciéndome 50 veces que tengo que hacer y que no. Quizás una de las razones del porque soy como soy hoy en día se debe a esa falta de atención desde pequeño, quizás deberían haberme aconsejado de alguna forma, aunque quien iba a aconsejar a un niño cabezón, que hacía lo que le daba la gana cuando le daba la gana. A esa temprana edad, junto con los colegas que había hecho en el colegio, nos pusimos de acuerdo para empezar a coleccionar cosas como cromos de futbol, baloncesto, chapas, tazos y un largo etcétera de tonterías que compran los chiquillos para entretenerse y divertirse. Lo que no sabía yo en esos tiempos era lo mucho que me gustaba coleccionar chorradas y necesitarlo lo que me falta en poco tiempo o, de lo contrario, hacer literalmente lo que sea por conseguirlo. Recuerdo con 8 años, en el tercer grado, sonó la alarma que indicaba que podíamos ir al recreo y había un niño en la clase que tenía uno de los cromos más difíciles de conseguir en su poder y, al no llevarnos bien, no me lo quería cambiar. Así pues, aproveché a que se fueran todos de la clase y rebusqué en su mochila como si de un tesoro se tratase. Una vez encontrado, lo guardé en mi mochila y me fui con mis colegas. Pensándolo ahora con una cierta edad pienso: “Joder, que puto gilipollas, robando un puto cromo, jugándome una tremenda bronca del profesor y, posiblemente, del director del centro.” Por suerte, nadie se dio cuenta hasta la semana siguiente, cosa por la cual ni me preocupé porque ya lo tenía en casa, puesto en su respectivo apartado del álbum. Algo similar pasó con un par de años más, con 10, aunque bien es cierto que fue algo más que un cromo. Estaba en el supermercado del pueblo con mi madre y vi un producto que se lo había visto a un colega en el colegio y lo quería probar. Como ya he dicho anteriormente, mi familia no era precisamente adinerada, por lo que se tenía que comprar lo justo para pasar la semana y, a veces, incluso menos, por lo que teníamos que pasar hambre. Como de costumbre al no conseguir lo que quería en ese preciso momento, me lo metí disimuladamente debajo de la camiseta, a la altura del ombligo y me lo llevé a casa. Mi madre, que no era partidaria ni mucho menos de ese tipo de conductas, se enfadó mucho y me requisó todos los cromos, chapas, tazos, etc. No pasé una de mis mejores épocas. Aunque parezca una tontería, era una de las cosas que más feliz me hacía, tener algo en común con los colegas y poder hablar de ello. Llegó pues la secundaria, un gran paso en la vida de una persona, en donde dejas de ser un crío y te conviertes en un adolescente. Una etapa en la que tienes que madurar y dejar atrás ciertas cosas que hacías cuando eras un niño y adquirir otras cosas. En mi caso no creo que escogiera el mejor de los cambios. Dejé de coleccionar cosas y empecé a dedicar parte de mi tiempo al mundo de las BMX. Obviamente no tenía el dinero ni mucho menos para comprar una, por lo que no podía ir al típico skatepark a realizar alguno de los trucos que había visto en alguna que otra revista mangada del quiosco. Un día pasé a curiosear por el skatepark más conocido en Los Santos, por la zona de Del Perro. Ahí había un montón de gente de más edad con patinetes y bicis realizando trucos. Quedé fascinado ante semejante arte, lo que se podía llegar a hacer con una simple bici. En ese momento se me metió en la cabeza, sabe Dios porqué, en intentar participar en alguna competición importante de parkour con BMX. Recuerdo que sobre el año 2014 o 2015 hicieron en ese skatepark una especie de evento, en la que te prestaban una bicicleta y se repartían diferentes precios entre los tres primeros. La cosa era que nunca me había subido a una bicicleta, por lo que no sabía cómo funcionaba eso y, también, que para poder participar se tenía que pagar unos 50 pavos. Con el tema de aprender a montar en bici lo tenía más o menos fácil, pues uno de los únicos colegas que conservaba de primaria (los demás habían ido a otro instituto o simplemente no coincidíamos en los gustos) me propuso enseñarme a montar en bici y hacer algún que otro truco. Con el tema dinero me dio 10 pavos, insuficiente para poder participar. No quería decírselo a mi madre, pues era mucho dinero como para “apostarlo” en un evento que no iba a quedar ni entre los 10 primeros. Intenté conseguir algo de dinero pidiendo en los diferentes locales de Los Santos, pero no me llegó por tan solo 5 pavos. Preguntaba y preguntaba y nadie me los daba, quizás por los harapos que llevaba puestos y porque más o menos se me conocía por la zona como “uno de los chicos de los barrios pobres”. Como de costumbre, necesitaba participar en ese evento si o si, por lo que tenía que conseguir el dinero costase lo que me costase, así que le robé la billetera a un señor mayor por la zona del pier. Si, lo sé, soy un pedazo de cabrón, robar está mal, y más a la gente mayor, pero era por una necesidad personal, era eso o volverme loco y enfadarme muchísimo con todo el mundo. Llegó el día del evento, había practicado lo suficiente y había pagado la entrada. Tan solo había 15 participantes, entre los cuales me encontraba yo. Al principio no me sentí muy cómodo en la bicicleta, supongo que al ser una bici diferente a la que estaba acostumbrado, tenía que pillarle el truquillo. A pesar del irregular inicio conseguí llegar a la tercera posición, por lo que adquirí un premio de 500 pavos. Cuando volvíamos a casa con mi colega, le estuve diciendo las cosas que podía hacer con ese dinero. ¡Era muchísimo para alguien como yo! Lo primero y única opción viable que se me pasó por la cabeza fue comprar una bicicleta BMX y tunearla a mi gusto. Mi colega me dijo que era un egoísta de mierda, que lo que debía de hacer era dar una parte del premio a mi familia y que le tenía que devolver los 10 pavos, los cuales no se los devolví porque creía que si había ganado ese premio no era del todo gracias a él. Los siguientes años fue un poco caos, ya que todo el mundo en el instituto me daba la espalda por lo que le había hecho a quien era mi colega. Aun así, no me arrepentía, el dinero me lo había ganado y para él 10 dólares era una mierda comparado con lo que eran para mí. Fue una época de soledad y oscuridad, no hablaba con nadie y estaba toqueteando la BMX y pensando que más cosas le podía hacer con esos 500 pavos que, por supuesto, iban a ir destinados al amor de mi vida (la bicicleta). En tema estudios iba a peor, si años atrás llegaba a aprobar algún examen, ahora ya ni eso. Cada vez me sentía más solo y por mi cabeza cada vez rondaba más qué significado tiene la vida, que era realmente la vida. Conseguí salir de ese “mundillo” escuchando música, estilo rap/hip hop, ya que sentía que era el estilo que más me representaba, tanto en ideología y forma de vestir. Con 16 años me compré mi primera BMX con el dinero de premio. Me sobró algo, que lo guardé para las fiestas del pueblo que eran la semana siguiente, en la que probé todo lo que se podía probar en una fiesta: alcohol, tabaco y marihuana. ¿El alcohol? No estaba malo. ¿El tabaco? Tampoco estaba mal, quizás con un café después de comer hubiera entrado mucho mejor. ¿La marihuana? Sinceramente no me sentó nada bien, muy probablemente por el ciego que llevaba. Eso sí, al día siguiente me apetecía probarlo de nuevo, en mejor estado, sin estar bajo los efectos del alcohol. Ese porro me sentó algo mejor, aunque tampoco era que me gustase demasiado. Fueron pasando los meses, las fiestas, las borracheras y los porros y cada vez me enganchaba más a las tres cosas, de manera que llegué a un tipo de obsesión que me llevó a tener que salir literalmente cada fin de semana de festa, beber y fumar yerba. Un día, en la verbena de North Yankton en la que recién cumplía 17 años, la policía local me pilló con 50 gramos de yerba, lo cual se ve que está condenado a 5 meses de prisión y una multa de 1000 pavos. Como no podía pagar la multa, me dieron la opción de hacer trabajos comunitarios, de manera que compensaban con el precio de la multa. Mis padres, cuando se enteraron, estuvieron un par de días sin saber que hacer conmigo, cosa bastante normal. Pasados estos dos días, viniendo del parque, me encontré un montón de maletas y una nota pegada con celo que decía lo siguiente: “Querido hijo. Han sido unos meses complicados para nosotros. Como ya sabes económicamente no nos va muy bien y tu comportamiento tampoco ayuda mucho, tu papel en casa es más bien inútil que útil. No te voy a mentir, esto ha sido la gota que ha colmado el vaso. Puedes pensar que somos unos hijos de puta o cualquier otra cosa, pero es por el bien de todos. Tienes casi 18 años, sabrás como buscarte la vida. Mira en el interior de la maleta roja, encontraras un billete de avión a casa de la abuela. Estate el tiempo que necesites hasta que te relajes o hasta que cambies un poco. Te quieren, Papá y mamá.” Cogí el vuelo a casa de mi abuela, que vivía en un pueblecillo de Málaga, en España. Cuando llegué a su casa, que ya tardé la de Dios en encontrarla, no dijo absolutamente nada, un simple y frío “hola”. No sabría decir si me sorprendió o no, pues llevaba como 8 años sin verla, desde mi comunión, por lo que se tendría que alegrar de verme. Por otro lado, lo vi normal, seguramente sabía por qué me encontraba allí; mi madre y mi abuela hablaban constantemente desde que se inventó el WhatsApp. Una vez instalado no acababa de encontrar mi sitio. No conocía a nadie, sentía como que faltaba algo.Tardé unos 6-7 meses para conseguir curro en un supermercado. No era el trabajo soñado obviamente, pero para tener algo de dinero para algo de marihuana, alguna cerveza y ayudar a mi abuela, que la pensión que recibía del Estado no era la que todos quisieran tener. Recuerdo un día, en pleno verano del 2019, cuando tenía 18, con el sol cayendo sobre mi espalda, tratando de arreglar el coche de mi abuela, que perteneció a mi abuelo. Siendo sinceros no tenía ni idea de cómo arreglar el coche, pues lo único de mecánico que había hecho era recolocar la cadena de la BMX cuando se salía. Mi abuela me reiteraba que llevase el coche al puto mecánico, pero no estaba dispuesto a pagar un euro por alguna cosa que, tarde o temprano podía arreglarlo yo. Tardé más o menos un mes en arreglarlo. Viendo el libro de averías pude averiguar que el problema era de la correa de distribución, por lo que tuve que comprar una de nueva. Recuerdo también ese mismo verano, conocí a una muchacha dando un paseo por la playa, Marina. Era una muchacha morena, ojos azules, con un cuerpazo espectacular, a la altura de los mismísimos dioses. Le pedí el número de teléfono y estuvimos hablando durante un tiempo, aunque no sirvió para nada, pues acababa de salir de una relación y no quería nada hasta u tiempo. Aun así, seguíamos hablando día si día también, teniendo esperanzas de que algún día podría tener algo con ella. A los pocos meses decidí volver a Los Santos. Le conté el plan que tenía a mi abuela. Le dije que había aprendido cosas en el periodo de tiempo que había vivido con ella, que había madurado y que estaba listo para volver a mi vida en Los Santos. Lo que no me esperaba yo para nada fue que me dijo que seguía siendo un chaval inmaduro, empanado pero feliz con los míos, egoísta, sin muchas ambiciones en la vida, conformista, follonero, cabezón y un genio de la mentira, pero eso sí, sabía cómo arreglar una parte de un coche, cosa que poca gente en mi familia podía hacer. Después de eso nos dimos un abrazo y compré los billetes para volver a Los Santos. Cuando fui al banco a hacer el cambio de moneda no me lo aceptaron porque al no tener ninguna cuenta bancaria en el país, no se me permitía realizar eso, por lo que tuve que viajar a Los Santos con lo justo para poder pedir un taxi, comprar algo de comer y beber. Y aquí me veía yo, con 20 años, casi 21, después de estar tres añitos viviendo con una segunda madre que nunca tuve pero que siempre supe que la tendría para lo que fuera, volando de Málaga a Los Santos. Durante el viaje iba pensando en la gran cantidad de cosas que podría y que quiero hacer en mi vuelta a la gran ciudad. El viaje era largo, y como consecuente, muchas las ideas que pasaban por mi cabeza. Tengo algunas cosas claras a las que no quiero volver, tales como robar por gusto y, lo más importante, traicionar a la calle. Pensé también en las palabras que me dirigió mi abuela antes de marcharme. Dándole vueltas me di cuenta de que en algunas cosas tenía razón, por no decir que en casi todas. Supongo que sacando esta conclusión me quito de encima lo de cabezón. Lo que si tengo claro es que quiero encontrar a alguien en quien poder confiar, encontrar un trabajo, a poder ser de mecánico, ya que cuando tengo algún problema con la bici o cuando estuve arreglando el coche de mi abuela, me gustó bastante y me sentí cómodo manejando todo tipo de artilugios y las partes del coche. Además, me gustaría estudiar algo de mecánica y tratar de convertirme en uno de los mejores mecánicos de la ciudad. Últimamente he perdido muchos miedos, entre los cuales están perder a personas, ya que si me dejan de lado significa que no me quieren y que, realmente un día u otro, me iban a dejar. A lo que realmente le tengo miedo es a la muerte y a no encontrar a nadie en quien poder confiar.
Compi intenta editar la historia separando en parrafos o algo que has puesto ahi un bloque entero jajajaja