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Un 7 de agosto de 1992, en el condado de Harris, Texas, nació una niña a la que llamaron Erika Storm, tomando el apellido de su madre, Margaret Storm. Una mujer que, a pesar de ser fuerte y haber crecido con unos valores familiares de unidad, ahora estaba sola, con una beba recién nacida y una responsabilidad muy grande. A pesar de estar sola, crio y educo a Erika en el seno de una pequeña familia amorosa y trabajadora. De niña, Erika era sumamente curiosa, entusiasta y siempre dispuesta a aprender y ayudar a su madre en todo, siempre le iba detrás. Exploraban los campos cercanos juntas y a veces se les unía la mejor amiga de Erika, Lisa. Erika siempre mostro una inclinación por ayudar y cuidar de los demás, desde los animales de su granja, hasta sus compañeros de clase siempre que lo necesitaban.
Sin embargo, su infancia perfecta se vio afectada cuando cumplió los ocho años. Una tarde, mientras ayudaba a su madre en la cocina como de costumbre, un accidente doméstico cambio su vida para siempre. Su madre, distraída, volcó accidentalmente una olla de agua hirviendo cerca de ella, que alcanzo a Erika, dejándole quemaduras que, aunque no graves, dejaron marcas permanentes en su rostro y torso. Aquellas cicatrices, causaban un profundo sentimiento de culpa a su madre Margaret, que cada vez que las miraba debía apartar la mirada, llevando su propia carga emocional, lo que la distancio de su hija. Erika empezó a sentir este distanciamiento, generando una suma soledad que no sabía cómo enfrentar, era algo que jamás había sentido.
En la escuela las cosas no eran mejores. Sus cicatrices llamaban la atención de sus compañeros de clase, quienes no tardaron en convertirlas en motivo de burla. Erika no sabía que era peor, si estar en casa donde su madre no la podía mirar o estar en la escuela donde todos la miraban. Ella soportaba insultos y apodos crueles, incluso algunos niños la seguían de camino a casa, cantándole canciones burlonas que parecían hechas únicamente para herirla. Erika aprendió a caminar con la cabeza baja, deseando ser invisible. Fue en uno de esos días especialmente difíciles cuando un sheriff local presenció la escena. Era alto, mucho más que Erika y que los demás niños que la seguían, imponía mucho respeto y la placa brillaba con la luz del sol. Con un tono de voz autoritario, alejo a los chicos que la acosaban, diciéndoles que los niños malos terminaban en la parte trasera de la patrulla. Luego se arrodillo para hablarle a Erika y le dijo unas palabras que ella jamás olvidaría: “El mundo puede ser cruel, pero la forma en que enfrentas la crueldad define quien eres, no tus marcas. Nunca permitas que otros te quiten la dignidad”. Ella se limitó a sonreír y a asentir con la cabeza al sheriff.
Ese momento fue, definitivamente, un punto de inflexión en su vida. Inspirada por la valentía y amabilidad de aquel sheriff, decidió que no sería más una víctima y que intentaría hacer frente a los niños que hacían imposible su vida. Comenzó poco a poco a defenderse de las burlas, a mirar a sus compañeros de frente y, más importante aún, a reconstruir su relacion con su madre. Después de semanas de conversaciones ambas encontraron la manera de sanar juntas. Erika, quien jamás culpo a su madre por el accidente, se lo hizo saber a ella, quien entendió cuanto la necesitaba su hija.
A medida que crecía, Erika empezó a desarrollar una profunda admiración por el trabajo del cuerpo de los sheriff. Veía en ellos no solo figuras de autoridad, sino personas que encarnaban los valores que ella quería seguir: justicia, protección y servicio. Su sueño de volverse parte de eso se volvió su objetivo más preciado. Sin embargo, este camino se vio interrumpido con la llegada de una enfermedad a la vida de su madre. El medio la diagnostico con insuficiencia renal crónica, enfermedad que requería tratamientos médicos constantes, como diálisis y cambios en el estilo de vida, y todo esto era muy costoso de mantener. Por eso Erika asumió el rol de cuidadora principal. Consiguió trabajo como consejera escolar, donde ayudaba a los niños a lidiar con sus propios desafíos emocionales, y tomo un empleo a medio tiempo en una pequeña tienda de comida casera para pagar los tratamientos médicos. El tiempo que le quedo con su madre le enseño lecciones valiosas sobre el sacrificio, la resiliencia y el amor incondicional. Cuando Margaret falleció, la tristeza llego a Erika como nunca antes, pero también una claridad que no había experimentado antes. Recordó como su madre siempre le dijo, incluso durante sus tratamientos que “Tu destino está más allá de este lugar. Nunca tengas miedo a buscarlo”. Decidió que no iba a sumirse en la tristeza, sino que era hora de retomar su sueño de convertirse en lo que siempre había deseado, un sheriff.
Sin embargo, Harris, con todos sus recuerdos dolorosos y las cicatrices emocionales que llevaba consigo, ya no era el lugar donde Erika quería perseguir su futuro. Después de reflexionar profundamente, decidió empacar sus cosas y mudarse al condado de Blaine, en el estado de San Andreas. Allí encontró un nuevo comienzo y la oportunidad de prepararse para opositar en la Academia de Los Santos Sheriff Department. Aunque todavía no consiguió su objetivo, Erika entrena diariamente, tanto física como mentalmente, y trabaja en empleos temporales para sostenerse mientras se prepara para el exigente proceso de ingreso.