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Helen Ross nació el 21 de Marzo de 1997, en un pequeño pueblo de Luisiana, un lugar donde la rutina diaria de sus habitantes estaba marcada por la vida simple, sin mayores expectativas. Su padre, Michael Ross, era un mecánico local conocido por su habilidad con los coches y las motos. Michael era un hombre de pocas palabras, pero con manos fuertes y callosas que hablaban de años de trabajo duro. Desde pequeña, Helen sentía una profunda admiración por él, no tanto por lo que decía, sino por lo que hacía. A menudo la llevaba a su taller, un lugar repleto de herramientas oxidadas, aceite y grasa, y donde el sonido de los motores reemplazaba cualquier conversación.
Desde los nueve años, Helen acompañaba a su padre en sus excursiones al bosque. A lo largo de esas largas caminatas, Michael le enseñaba lo básico para sobrevivir en la naturaleza: cómo construir refugios improvisados, encender fuego con apenas unos pocos materiales, cazar conejos o pescar en los ríos cercanos. Aquellos momentos, aunque silenciosos, cimentaron una relación profunda entre ambos, Helen adoraba esas escapadas.
En su infancia, Helen era una niña curiosa, que absorbía todo lo que su padre le enseñaba. Sin embargo, esa tranquilidad se rompió cuando Michael perdió su empleo. La economía en el pueblo era débil, y el taller donde había trabajado durante años cerró sus puertas de un día para otro. Helen, que por entonces tenía 13 años, notó el cambio en su padre. El hombre que solía estar seguro de sí mismo comenzó a desmoronarse. Al principio, buscó otros empleos, pero no encontró nada estable. La desesperación empezó a invadirlo, y sus intentos por mantener a la familia se volvieron cada vez más erráticos.
Fue en ese momento cuando Michael, presionado por las deudas y el miedo de no poder mantener a su familia, tomó una decisión. Entró en contacto con individuos que se movían en el mundo del crimen, específicamente el tráfico de drogas, algo que nunca antes habría considerado. Inicialmente, trató de mantener a Helen al margen de sus actividades, pero en un pueblo tan pequeño, los secretos no permanecen ocultos por mucho tiempo. La policía lo detuvo una noche cuando volvía a casa, y en menos de un mes, fue sentenciado a prisión. Helen, de 15 años, no entendía completamente lo que había pasado. Lo único que sabía era que su padre estaba lejos y que, por primera vez, su mundo se sentía frágil y sin rumbo.
Michael, que siempre había sido un hombre fuerte, no tardó en deteriorarse en prisión. Su salud empeoró rápidamente, y cuando Helen lo visitaba, apenas podía reconocer al hombre que alguna vez había sido su héroe. A los pocos meses, Helen recibió la devastadora noticia de su muerte. Había sucumbido a una enfermedad que el sistema penitenciario no se molestó en tratar adecuadamente. La sensación de pérdida la abrumó y, antes de poder procesar por completo su duelo, recibió un nuevo golpe: tendría que irse a vivir con su madre, una mujer con la que nunca había tenido un verdadero vínculo. El resentimiento, la incomodidad y el dolor de perder a su padre hicieron de esa transición un proceso aún más doloroso.
A los 18 años, Helen decidió abandonar su casa. No quedaba nada para ella allí. Viajó a Texas, buscando una nueva vida, pero la ciudad, con su bullicio y caos, no ofrecía las respuestas que necesitaba. Pasó meses vagando por las calles, aceptando trabajos esporádicos como camarera o limpiadora, pero sin un propósito claro. Fue en una de esas noches, en un bar de mala muerte, donde conoció a Tony. Él era un hombre carismático, mayor que ella. Tony no tardó en acercarse a Helen, ofreciéndole no solo una bebida, sino también una conversación que la hizo sentir comprendida por primera vez en mucho tiempo.
Helen siempre había tenido inclinaciones hacia ideas de superioridad racial, aunque nunca las había expresado abiertamente. Desde joven, había creído en la importancia de preservar lo que consideraba "su cultura", pero no encontraba un espacio donde esas ideas fueran compartidas de manera abierta. Todo cambió cuando Tony le habló de una organización que describía como una "hermandad". Según él, ofrecía apoyo, propósito y, lo más importante para Helen, un sentido de pertenencia basado en la defensa de los valores que ella siempre había sostenido en silencio.
Sin dudarlo, Helen aceptó la invitación para conocer más sobre la organización. Desde el primer momento, se sintió conectada con el grupo. Las reuniones no eran solo charlas motivacionales, sino debates sobre la supremacía de su raza y la necesidad de "proteger" lo que Tony y los demás llamaban "su cultura". Helen no necesitaba ser convencida; esas ideas ya formaban parte de ella. Lo que encontró en la hermandad no fueron nuevos conceptos, sino la validación y el apoyo para lo que siempre había creído.
Con el tiempo, no era solo el sentimiento de pertenencia lo que la mantenía dentro, sino la oportunidad de actuar conforme a sus principios. Para ella, esta comunidad era una extensión natural de su identidad. Estaba completamente inmersa en la causa, y su lealtad era incuestionable. Ahora, su vida estaba dedicada a la hermandad y a sus creencias extremistas, sin ningún tipo de arrepentimiento. Helen no veía su ideología como algo radical, sino como una verdad inmutable que debía ser defendida a toda costa.