Arizona Clark



  • Era una noche calurosa en la ciudad, y las luces de los postes de la calle parpadeaban con la misma indiferencia que los rostros de quienes caminaban a su alrededor. Carla caminaba con paso firme por las aceras, sus botas negras resonando en el asfalto caliente. No era una joven cualquiera: era la "Sombra", como la conocían en su barrio. Una pandillera que, a su corta edad, ya tenía un nombre que hacía que otros se apartaran al verla.

    Nacida en un vecindario de pobreza y violencia, Carla había aprendido desde pequeña que la vida no era un cuento de hadas. Su madre, una mujer agotada por los años de abuso, había intentado mantenerla alejada de las calles, pero las tentaciones y la presión de su entorno siempre estaban allí, acechando. A los trece años, Arizona dejó de escuchar los gritos de su madre y comenzó a escuchar los gritos de la calle.

    La pandilla Los Lobos Negros era su refugio, su familia elegida. A los catorce años, ya estaba caminando entre ellos, observando, aprendiendo. No era la más ruda ni la más temida, pero tenía algo que pocos podían igualar: agudeza y coraje. Carla entendía cómo funcionaban las cosas, cómo ganarse el respeto sin necesidad de mostrar debilidad.

    Su primer trabajo para la pandilla había sido sencillo, pero de gran simbolismo: transportar un paquete de drogas de un barrio a otro. Había sentido miedo, claro, pero también una extraña emoción. Cuando regresó con el paquete intacto y su rostro sin rastro de temor, el líder de la pandilla, El Chacal, le puso una mano en el hombro y le dijo: "Eres una de los nuestros".

    A los dieciséis años, Carla se ganó su lugar. Ya no solo era la chica que mandaban a hacer recados. Ahora participaba en los "trabajos sucios": robos, extorsiones, y en ocasiones, en las peleas contra pandillas rivales. Aunque los hombres solían acaparar las tareas más violentas, Arizona había aprendido que su verdadero poder radicaba en algo más sutil. Sabía cómo manejar las personas, cómo presionar donde más dolía sin necesidad de levantar una mano.

    Esa noche, Arizona estaba de camino al cuartel de Los Lobos Negros, un viejo edificio abandonado en el borde del barrio. Allí se iba a llevar a cabo una reunión importante. El Chacal había recibido una amenaza de Los Halcones Rojos, una pandilla rival, y él iba a dar instrucciones claras para defender su territorio. Cuando Carla llegó, el lugar estaba lleno de hombres, sus rostros marcados por cicatrices y miradas de desafío. Sin embargo, fue ella quien tomó la palabra.

    "Nos están probando", dijo, mirando a los presentes con los ojos encendidos. "Y no vamos a dejar que nos humillen. Si quieren guerra, se la vamos a dar."

    Los hombres la miraron en silencio, sorprendidos por la firmeza de su voz. Muchos no esperaban que una chica se alzara con tal autoridad. Pero Arizona sabía que si no lo hacía, perdería lo que había ganado: el respeto.

    Esa misma noche, Carla y su grupo se enfrentaron a Los Halcones Rojos en un barrio vecino. No fue una batalla con armas, sino una lucha de territorialidad, de quién podía imponerse más. Las calles se llenaron de gritos, de carreras, de manos que golpeaban y cuerpos que caían. Arizona estaba en el centro de todo, una sombra rápida entre los callejones, dando instrucciones a su gente, protegiendo a los más débiles.

    Cuando la pelea terminó, Los Halcones Rojos se retiraron, derrotados. Carla se quedó allí, con el sudor corriendo por su frente, observando a su gente. Sabía que esa victoria no solo era para la pandilla, sino también para ella. Había demostrado que, a pesar de su género, podía estar a la altura de cualquier hombre dentro de esa guerra silenciosa que gobernaba su mundo.

    Pero al regresar a casa, la realidad la golpeó. Su madre, a quien había dejado atrás durante horas, la esperaba en la puerta. El rostro de la mujer, marcado por la tristeza y el cansancio, la miraba con ojos llenos de dolor.

    "Carla... ¿en qué te has convertido?", le preguntó con voz quebrada.

    Arizona no supo qué responder. Miró a su madre, vio en su rostro todo lo que había perdido por elegir ese camino, y sintió un nudo en la garganta. Pero su lealtad a Los Lobos Negros era más fuerte que cualquier otra cosa. ¿Acaso podía regresar atrás?

    "Lo que soy, mamá... es lo que el barrio me ha hecho", respondió Carla, y sin esperar una respuesta, entró a su casa, cerrando la puerta con fuerza detrás de ella.

    Esa noche, en su habitación, Arizona se miró en el espejo. El reflejo de la chica con los ojos fieros y el rostro marcado por el cansancio era el de alguien que ya no podía volver a ser la


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