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El 25 de enero de 1970, en la gélida ciudad de Tobolsk, nació Vladislav Sicorenkiz. Hijo de Anna Zaytsev y Mikhail Sicorenkiz, creció en un hogar amoroso donde la disciplina y el respeto eran pilares inquebrantables. Durante sus primeros diez años, su infancia fue tranquila, marcada por la estabilidad de una familia que jamás imaginó en qué se convertiría su hijo.
Conforme crecía, Vladislav comenzó a explorar un lado oscuro de sí mismo. La rebeldía lo llevó a las calles, donde encontró un nuevo mundo de violencia y supervivencia. Se sumergió en las peleas clandestinas, no solo por dinero, sino por la sensación de control que le otorgaban. Cada golpe era una lección, cada victoria, una afirmación de su existencia. Pero la brutalidad dejó cicatrices, y una botella rota le marcó la ceja derecha para siempre.
El dinero fácil lo condujo al mundo de las apuestas, donde aprendió que la suerte nunca es un factor: todo es estrategia. Desde las carreras ilegales hasta los combates arreglados, Vladislav se convirtió en un apostador calculador. Su nombre comenzó a escucharse en los círculos más peligrosos de la ciudad.
Alarmados por su camino autodestructivo, sus padres tomaron una decisión drástica: enviarlo a un internado militar. Fue allí donde su mente se afiló como una navaja. No tardó en destacar, mostrando un talento excepcional para la investigación y el combate. En 1989, se unió al servicio militar, donde su frialdad, inteligencia y resistencia lo convirtieron en un soldado temido y respetado.
Su ascenso fue imparable. En misiones de alto riesgo, mostró una eficacia letal, ganándose varias condecoraciones:
Orden de la Estrella Roja: Por valentía y liderazgo en situaciones de combate extremo. Medalla al Valor Militar: Otorgada por su desempeño en operaciones encubiertas tras las líneas enemigas. Insignia de Mérito en Inteligencia Militar: Reconocimiento por su capacidad en la recopilación de información y operaciones tácticas. A pesar del reconocimiento y las medallas, Vladislav nunca se sintió parte del ejército. Su lealtad no era a una bandera, sino a sí mismo. El mundo militar le dio herramientas, pero nunca le otorgó un propósito.
Condecorado, entrenado y sin ataduras, Vladislav abandonó la milicia para buscar un nuevo camino. Los rumores de una mafia rusa en Los Santos lo atrajeron, no por la ambición de poder, sino por la necesidad de entender cómo funcionaba aquel submundo.
Se movió entre las sombras, observando, aprendiendo, trazando conexiones sin jamás comprometerse. No era un hombre de lealtades ciegas ni de alianzas débiles. Sin embargo, el destino es implacable, y la vida en la ciudad pronto le mostró que incluso un hombre sin rumbo puede ser arrastrado por la corriente.
Un viaje a Rusia lo apartó del círculo que había comenzado a construir. Cuando regresó a Los Santos, la ciudad ya no era la misma. Sus contactos habían desaparecido, los rumores se habían disipado y él, una vez más, se encontró solo.
Ahora, con un pasado glorioso pero sin un presente definido, Vladislav Sicorenkiz camina por las calles como un espectro, un hombre sin raíces, sin aliados y sin certezas. Sin embargo, el destino aún no ha terminado con él.
Ha encontrado una organización con la cual podría trabajar cabeza a cabeza y, por primera vez en mucho tiempo, siente que su conocimiento y experiencia pueden trascender más allá de sí mismo. El grupo se llama Bagdad, y en sus filas, Sicorenkiz ve la oportunidad de dejar su legado: sus métodos, su disciplina, su instinto de supervivencia.
Quizás, después de una vida de guerra y sombras, Vladislav finalmente ha encontrado un propósito.